"Stokes respiró hondo, apoyó con cuidado el cañón en sus incisivos y rodeó el gatillo con un dedo esquelético. Sus labios, resecos, se cerraron dolorosamente en torno al metal helado. Tenía que hacerlo, sin duda, si era hombre". Dar marcha atrás ahora sería el colmo del fracaso. Le tembló la mano. Tres. Dos. Uno. Ya.
Pringle Stokes, primer capitán del HMS Beagle, se pegó un tiro en 1828 tras un infernal periplo por la Patagonia argentina. Su muerte es el punto de partida de otra terrible historia: la del nuevo comandante, Robert Fitz Roy, quien debía completar el trabajo cartográfico de su predecesor.
Pero Fitz Roy tenía otras ideas en mente: el viaje serviría para constatar científicamente la exactitud literal del Génesis. Quería defender el creacionismo. "La ciencia y la religión tendrían que haber sido la misma cosa: la primera, un simple medio para interpretar las verdades absolutas de la segunda", dijo el capitán del Beagle. Pero, a bordo de la expedición también estaba un investigador de 21 años llamado Charles Darwin, que se empeñaría en quitarle la razón.
Religión y también dinero
Los marineros, que apodaban a los barcos de esta clase ataúdes por su tendencia a irse a pique, se enfrentaron a los mares, recorriendo varias veces el Cabo de Hornos, Nueva Zelanda y diversas islas del Pacífico. Cartografiaron las costas y registraron varias mediciones relacionadas con fuerzas de los vientos, las fases de la luna y las mareas. Pero, del paraíso perdido, ni rastro. También visitaron la selva brasileña y la pampa seca argentina en el interior. Allí tampoco estaba.
A principios del siglo XIX, los debates sobre el racismo y la difícil relación entre religión, ciencia y colonialismo ocupaban el tiempo de los estudiosos. Fitz Roy, que estaba convencido en demostrar el "orden natural de las cosas", tampoco olvidó el carácter comercial de su misión. Estableció los puntos clave para el Imperio Británico y analizó a los indios patagónicos con este propósito. Ya en el primer viaje secuestró a cuatro nativos de etnia fueguina para reeducarlos en Inglaterra.
"Algunos indios agitaron las lanzas agresivamente. Otros encendieron fuegos para advertir la presencia del navío. El resto, siguieron su estela para comerciar pescado fresco y cangrejos a cambio de retales", relata Harry Thompson en su libro Hacia los confines del mundo (Salamandra). Para los occidentales, "los fueguinos eran unos monstruos, un obstáculo al avance del hombre blanco y su civilización.
Cuando los europeos llegaron, los nativos parecían un grupo primitivo y desgraciado de salvajes, ateos sin ley que vivían en la miseria", escribió el historiador Nick Hazlewood en sus estudios sobre la llegada de los británicos a la Patagonia.
Si las palabras del Génesis eran ciertas, ni plantas ni animales debían haber cambiado desde que Dios las creó. Pero no era así, y mientras Darwin investigaba y comenzaba a hilvanar sus teorías evolucionistas, los indígenas regresaron a sus antiguas costumbres.
El estrés, la soledad y la falta de respuestas enloquecieron al comandante Fitz Roy. Su cólera caprichosa despertó la inquietud del círculo de oficiales, que con bastante frecuencia pusieron en duda su cordura. Su personalidad voluble e imprevisible acabarían con su vida. Cuando apareció El origen de las especies, en 1860, Fitz Roy Roy se sintió traicionado y culpable por haber ayudado a Darwin. Cinco años después, se quitó la vida con una navaja.
Pringle Stokes, primer capitán del HMS Beagle, se pegó un tiro en 1828 tras un infernal periplo por la Patagonia argentina. Su muerte es el punto de partida de otra terrible historia: la del nuevo comandante, Robert Fitz Roy, quien debía completar el trabajo cartográfico de su predecesor.
Pero Fitz Roy tenía otras ideas en mente: el viaje serviría para constatar científicamente la exactitud literal del Génesis. Quería defender el creacionismo. "La ciencia y la religión tendrían que haber sido la misma cosa: la primera, un simple medio para interpretar las verdades absolutas de la segunda", dijo el capitán del Beagle. Pero, a bordo de la expedición también estaba un investigador de 21 años llamado Charles Darwin, que se empeñaría en quitarle la razón.
Religión y también dinero
Los marineros, que apodaban a los barcos de esta clase ataúdes por su tendencia a irse a pique, se enfrentaron a los mares, recorriendo varias veces el Cabo de Hornos, Nueva Zelanda y diversas islas del Pacífico. Cartografiaron las costas y registraron varias mediciones relacionadas con fuerzas de los vientos, las fases de la luna y las mareas. Pero, del paraíso perdido, ni rastro. También visitaron la selva brasileña y la pampa seca argentina en el interior. Allí tampoco estaba.
A principios del siglo XIX, los debates sobre el racismo y la difícil relación entre religión, ciencia y colonialismo ocupaban el tiempo de los estudiosos. Fitz Roy, que estaba convencido en demostrar el "orden natural de las cosas", tampoco olvidó el carácter comercial de su misión. Estableció los puntos clave para el Imperio Británico y analizó a los indios patagónicos con este propósito. Ya en el primer viaje secuestró a cuatro nativos de etnia fueguina para reeducarlos en Inglaterra.
"Algunos indios agitaron las lanzas agresivamente. Otros encendieron fuegos para advertir la presencia del navío. El resto, siguieron su estela para comerciar pescado fresco y cangrejos a cambio de retales", relata Harry Thompson en su libro Hacia los confines del mundo (Salamandra). Para los occidentales, "los fueguinos eran unos monstruos, un obstáculo al avance del hombre blanco y su civilización.
Cuando los europeos llegaron, los nativos parecían un grupo primitivo y desgraciado de salvajes, ateos sin ley que vivían en la miseria", escribió el historiador Nick Hazlewood en sus estudios sobre la llegada de los británicos a la Patagonia.
Si las palabras del Génesis eran ciertas, ni plantas ni animales debían haber cambiado desde que Dios las creó. Pero no era así, y mientras Darwin investigaba y comenzaba a hilvanar sus teorías evolucionistas, los indígenas regresaron a sus antiguas costumbres.
El estrés, la soledad y la falta de respuestas enloquecieron al comandante Fitz Roy. Su cólera caprichosa despertó la inquietud del círculo de oficiales, que con bastante frecuencia pusieron en duda su cordura. Su personalidad voluble e imprevisible acabarían con su vida. Cuando apareció El origen de las especies, en 1860, Fitz Roy Roy se sintió traicionado y culpable por haber ayudado a Darwin. Cinco años después, se quitó la vida con una navaja.
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